Las vueltas de un mundo insomne

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lapartesonadaPara quienes seguimos de cerca la obra del escritor argentino Rodrigo Fresán (1963), leer La parte soñada se parece mucho a volver a casa después de un largo viaje. Abrir la puerta e ir de a poco encendiendo luces, reconociendo espacios, asombrándonos de todas las cosas que no recordábamos que teníamos y todo eso que – suspiramos aliviados – sigue ahí.

Y lo que sigue ahí son las referencias a un mundo que se expande y se contrae, sí, como un corazón. Ese que entre latido y latido se detiene, como indeciso de seguir. Y es en esa pausa, nos dice el narrador de esta novela, que se encuentra todo: el pasado, el presente y el futuro.

La parte soñada es la segunda entrega de una trilogía que comenzó hace ya dos años con La parte inventada (y que seguirá, dicen por ahí, con la publicación de La parte recordada en un par de años más). Un proyecto magnífico y enorme, de volúmenes inmensos y un recorrido alucinado por la literatura. Sí, porque leer a Fresán es siempre releer. Releer sus referencias y obsesiones bibliográficas, así como también sus temas de siempre.

Porque, una vez más, tenemos a la memoria como esa fascinación todopoderosa (dice el narrador en un momento, sobre el propósito de la novela: “Escribir de memoria y haciendo memoria”). La que se vislumbra en la atención de Fresán siempre puesta en Marcel Proust (desde Esperanto y sus canciones, pasando por Mantra y ese síndrome Combray que le va quitando los recuerdos a uno de sus protagonistas hasta dejarle uno solo) o en Citizen Kane y ese paseo por la memoria que incluye un trineo como el juguete roto que de alguna manera se encarna en Mr. Trip en La parte inventada (ese juguete de un hombre cargando una maleta, que camina siempre hacia atrás). También la familia como esa galaxia y dimensión desconocida, con sus versiones monumentales en el clan de los Mantra (en la novela del mismo nombre) y, en las dos partes de esta trilogía, en los Karma (¿Karmantra?) con su reinado de silencios y excesos en Abracadabra.

Y acá hay un detalle lindo: si en Mantra y Jardines de Kensington el énfasis estaba puesto en la infancia y el ser hijos; en La parte inventada la preocupación es de y por los padres; aquí, en La parte soñada, aparecen por primera vez – al menos con tanta intensidad, y vivos por un rato – los hermanos. Esa relación rara y compleja. La que lleva a competir y traicionarse a la dupla compuesta por Penélope, autora de sagas juveniles y absolutamente poseída por su lectura a muy temprana edad de Cumbres Borrascosas, y su mal hermano escritor, obsesionado con Nabokov (y ahí tenemos otro viaje por su vida, por sus cuentos (uno, también sobre hermanas, “The Vane Sisters”) y, en particular, por una de sus novelas: Transparent things), con la rivalidad con dos escritores faranduleros a los que denomina IKEA, y que masculla todo esto mientras sufre de insomnio (en otra noche larga que recuerda la de la confesión de Peter Hook al joven actor que interpretará al protagonista de su libro, Jimmy Yang, en Jardines de Kensington). Otro personaje que repasa su memoria en la oscuridad, no para echar luz sobre ella sino tal vez todo lo contrario: echar oscuridad sobre la luz de un secreto terrible que se esconde en algún lugar de esos párrafos como bloques que caracterizan la prosa de Fresán.

Ese secreto que puede ser despertado por un teléfono.

Pero volvamos a los hermanos.

Porque no solo son hermanos los protagonistas, como un espejo bizarro (ambos escritores, ambos repasando sus vidas desde un retiro extraño, ambos cargados de culpa por un secreto que no le han dicho a nadie, ambos marcados por unos padres demasiado bellos y demasiado ausentes) sino también una de las referencias literarias más importantes de esta novela. Así, si en La parte inventada teníamos Tender is the night, the F.S.Fitzgerald, como esa manivela que daba cuerda al mundo, y servía de correlato, de homenaje, de inspiración, de fuente de contagio, en La parte soñada está Cumbres Borrascosas, como esa novela imperfectamente perfecta o perfectamente imperfecta que vuelve a Penélope en lectora, alterando su vida para siempre. Como los mejores libros.

Y a esa novela la rodea una historia de hermanos. Las tres hermanas Brontë (Charlotte, Emily y Anne), que escribieron con seudónimos masculinos, que cuando niñas corrían alrededor de la mesa para deshacerse de tanta energía, y su hermano Branwell, que poco y nada brilla, pero ahí está, acompañándolas mientras escriben pequeñas historias para que lean sus soldaditos (otros juguetes para hacer andar al mundo). Y es un gran paseo el que ofrece Fresán: el leer Cumbres Borrascosas, revisitarla, de la mano de su mejor lectora. Y así volver a caminar hasta la puerta de esa casa y dejarse contar la historia de una familia en desgracia por una testigo que lo escuchó todo. Y volver a mirar, desde adentro, o desde el otro lado de la ventana, esa historia de amor huracanado y terrible y lo que hace en la relación entre las hermanas. Y entonces: envidias, muertes tempranas, malos entendidos.

Leer a Fresán es releer porque en sus libros los personajes nunca están solos. O no realmente. Viene cada uno con su carga de libros, su propia y muy personal casa de fantasmas que les permite leer la realidad que les ha tocado vivir (o, como se dice en la novela: “Releer es como ver fantasmas verdaderos. Fantasmas generosos que creen en nosotros”). De aquellos que también, como Catherine, dicen eso de “déjame entrar”. Sus personajes son lectores y, como dije en otra reseña sobre la obra de Fresán, quieren a sus libros más que a sus familias, tal vez incluso más que a sí mismos. Son personajes infectados por historias: las propias y las de otros que sienten como propias. Porque al leer tal vez descubran que alguien los escribió mejor de lo que ellos se imaginaban. Porque si se aprenden su novela favorita de memoria tal vez el dolor y la culpa al fin los deje tranquilos.

[Dice el narrador: “Para bien o para mal, los escritores a solas nunca están solos: los acompañan otros escritores también a solas].

Y las historias que atraviesan La parte soñada son tantas. Como la de un hombre que, en medio de una epidemia que le ha quitado a la humanidad la capacidad para soñar, llamada la Peste Blanca, decide ir a un curioso lugar llamado Onirium a vender sus sueños. O en realidad un solo sueño, el único que le queda: el sueño con Ella. Una mujer “de sus sueños”, que aparece una y otra vez en ellos, y que él quiere dejar de ver allí pues sufre de un problema: tiene el poder de que sus sueños no se hagan realidad. Pero también está la historia de Penélope y su hermano escritor, ambos dejados abandonados por sus padres glamorosos que recorren el mundo en un yate y haciendo publicidad mientras sus hijos pasan temporadas más o menos largas con su tío Hey Walrus o sus abuelos de ascendencia rusa. Y estos dos hermanos escritores se encierran a ver pasar sus memorias (las hacen, las fabrican, para luego intentar deshacerlas): ella en una casa de retiro llamada Nuestra señora de nuestra señora de nuestra señora de… y él en una cama hecha de libros. Y también toman apuntes, como la libreta de biji, pequeños pensamientos o anotaciones, en la que se esbozan ideas para cuentos o novelas (como la del espía ruso que sigue al matrimonio Nabokov a todas partes), o máquinas del tiempo que en realidad tal vez no sean sino otra forma de decir Hijo.

Y entre medio de todos estos sueños, volvemos a las ficciones sospechosas de siempre. Esos cameos de nuestros personajes favoritos ahora en otra serie o en otra película. Y vuelven entonces los personajes y lugares de otros libros de Fresán: vuelve a caer al agua, una y otra vez, la terrorista de las piscinas, y vuelve el colegio de Martín Mantra y su foto de curso, y las grabaciones de los Beatles, y los episodios de La Dimensión Desconocida e incluso las canciones de Anorexia y sus flaquitas. Para no olvidar la postal de turno, el Wish you were here, desde Canciones Tristes, la ciudad capital dislocada de los libros de este autor argentino, también conocida como Sad Songs, Chansons Tristes, Rancheras Nostálgicas y, en esta nueva novela, Cánticos sombríos.

Casi al llegar al final de esta novela, el narrador afirma que la memoria se compone de tres partes: la parte inventada, la parte soñada y la parte recordada. Rodrigo Fresán ha logrado, con estas primeras dos entregas, algo inmenso: una historia que trae tras de sí esa ola enorme que es la literatura, las películas, las canciones, esas Variaciones Goldberg que nos hacen sentir en casa, esas ficciones que nos transforman para siempre (y dice el narrador: “Un libro que era todos los libros que ese libro podía llegar a ser.” Y también: “El libro trataba sobre el leer y el escribir. Sobre los modales cada vez más infames y enfermizos del leer y el escribir”). Una reflexión, llena de fuerza y belleza, un Huracán Heathcliff, acerca de la importancia de los sueños para mantener el mundo a flote, de todas esas formas en las que la literatura sueña, nos deja sin poder cerrar los ojos o a veces, porqué no, ayuda a volver nuestros sueños realidad. Todo contado por un narrador insomne, ese que se queda para contarla, aunque sea desde una habitación en un edificio en llamas.

Pensaba terminar este comentario diciendo que los libros, nuestros libros favoritos, son el hogar al que siempre volvemos (y “vuelta” es una palabra tan rara: es regreso y fin de viaje pero también volver a girar). Pero la obra de Fresán demuestra lo contrario: sí bien puede ser casa, puede ser refugio, a veces las casas también son carnívoras, como la de Cumbres Borrascosas o arden en llamas hasta consumirse. Y entonces tal vez los mejores libros no sean esos a los que nos llevan los zapatos (rojo rubí en la película, de plata en la novela) cuando decimos eso de “No hay lugar como el hogar” sino aquellos que nos sorprenden y transforman convirtiéndose en Kansas, Oz, y el tornado ( números musicales y paso al technicolor incluidos) todo al mismo tiempo. Como esa canción favorita del insomnio: “All together now”. Como una caminata larga que no queremos que se acabe nunca.

(Esta reseña fue publicada originalmente en Paniko.cl en julio de 2017)

«Deseo las cosas que terminarán destruyéndome»

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DIARIOS-COMPLETOS-PLATHTodos conocemos el final de la historia.

La bandeja con los vasos de leche, listos para el desayuno de los niños.

El horno encendido.

Y un grito.

(O varios).

Conocemos los poemas y los rumores. Hemos visto las fotos de Sylvia en bikini, en la playa, en uno de sus muchos trabajos como babysitter en el verano (“Si no se presta atención, todo lo que se ve al pasar es a una muchacha bronceada, de piernas largas…”). Y aquellas con Ted Hughes, su marido, y sus hijos. Las fotos de sonrisa perfecta y ese rostro, algo más enigmático, de la foto que adorna la portada de este libro. Y, sin embargo, sumergirse en los Diarios Completos de la poeta norteamericana Sylvia Plath (1932-1963) es una sorpresa que no se acaba nunca. Porque ahí están tantas de sus facetas, y su camino de crecimiento como escritora, como mujer.

Esa mujer que fue una adolescente perfeccionista y sobreexigente – en inglés podríamos decir overachiever — y la acompañamos mientra sufre porque quiere escribir y tiene que estudiar para así conservar sus becas, o quiere salir y tiene que estudiar, o quiere dormir y, ya saben, tiene que estudiar.

Plath se hunde en sus pensamientos, al parecer, sin descriminar. Puede dedicar amplios párrafos a sus lecturas o a sus dudas respecto de lo que el matrimonio – el camino obvio a seguir, en su opinión – puede hacerle a su creatividad y sus posibilidades como poeta (Dice Plath: “Sin duda el matrimonio es una forma de expresarse, pero ojalá que mi arte, mis textos, no sean simplemente una sublimación de mis deseos sexuales, porque en ese caso se agotarán en cuanto me case. Ojalá lo encontrara…”)

La vemos sufrir cuando llegan los sobres cargados de rechazos, cuando sus poemas no se publican, cuando no gana las becas que quiere. O desesperarse cuando cree no estar a las alturas de las expectativas.(Dice en otro pasaje: “Por el momento lo que he escrito es más bien pobre y bastante poco convincente, es el producto de una muchacha sin imaginación, preocupada por sí misma, chapoteando siempre en las aguas poco profundas de su pensamiento limitado.” Y también, más adelante: “Me falta originalidad. Demasiada adoración ciega a los poetas modernos, y poco análisis y práctica.”)

Hay un dolor inmenso en estos diarios, sí. Hay una reflexión compleja, imbricada, desafiante. No es fácil leerlos. Aquí está el diario que debió permanecer cerrado hasta la muerte de Ted Hughes, ese que escribe para su psicoanalista y donde se da permiso para odiar, furiosa, venenosamente, y como gritando a todos los vientos, a su madre (Su padre muere cuando tenía ocho años. Ese padre a quien le dedica esos poemas inmensos que son “Daddy” y “The Colossus”). Esa a la que le escribiera tantas cartas – recogidas en el volumen Cartas a mi madre – y en las que no vemos , para nada, asomarse esta oscuridad. Porque en Plath la oscuridad se esconde, se afirma, se contiene en las páginas de sus diarios y sus poemas,hasta que el desborde se vuelve inevitable. Y así lo que vemos en este diario también, más que nada, es una joven, y luego una mujer, ansiosa, furiosa, hambrienta, por vivir (y, se lee en una de sus primeras anotaciones: “Los buenos momentos son como flashes que queman, vienen y se van, como incesantes arenas movedizas. Y no quiero morir.” O también: “El simple hecho de escribir en este cuaderno, de sostener la pluma, prueba, espero, mi capacidad de seguir viviendo.”))

Y cuando llega Ted Hughes, poeta británico, a su vida, parece que, al fin, Sylvia Plath, lo tiene todo. Y ella lo anota en su diario. Al principio, como un comentario casual en su entrada del 16 de abril de 1956, donde escribe: “Asunto: Ted. Has aceptado su existencia…”

Y, luego de casarse, ese deslumbramiento que dura por algunas páginas, por algunos años, en anotaciones como:“Vivir con él es como estar escuchando un cuento eternamente renovado: tiene la inteligencia más asombrosa e imaginativa que he conocido. Podría vivir siempre en los innumerables lugares que él crea. También yo siento un nuevo impulso en mi trabajo y espero que esta semana se rompa el maleficio que pesa sobre mis cuentos…”O también: “Nunca había disfrutado de condiciones tan propicias: un marido brillante e increíblemente guapo (por fin pasaron los días exasperantes de pobre satisfacción egocéntrica por conquistar a hombres insignificantes y cada vez más fáciles), una casa tranquila y amplia donde nada me perturba, ni el teléfono ni las visitas; el mar al cabo de la calle, las montañas a nuestro alrededor. Un pleno bienestar mental y físico. Cada día nos sentimos más fuertes y más vivos.”

Y es difícil leer esto, ahora, a la distancia, sabiendo cómo termina la historia. Leerla y querer advertirle, leerla y poder contener primero ese dolor que se avecina. (O hacer sonar la alarma cuando la leemos decir: “Es peligroso estar tan pegada a Ted de la mañana a la noche. Si no tengo una vida aparte de él es muy probable que termine convirtiéndome en un apéndice.”)Querer reconfortarla cuando parece, por instantes, dirigirse precisamente a nosotros: “¿Lo entiendes? ¿Quienquiera que seas, dondequiera que estés, puedes entenderme un poco, quererme un poco?”

Sí, todos conocemos la historia. Y Ted es infiel, y Sylvia escucha sin querer una conversación por teléfono que la destroza y que luego inmortaliza en uno de sus poemas (“Words heard, by accident, over the phone”, en el que dice “Now the room is ahiss. The instrument/Withdraws its tentacle./ But the spawn percolate in my heart. They are fertile.”).

Y Ted se va y ella se queda con los hijos. Y hace frío en Londres, el invierno más frío en años.

Y el horno, y la bandeja con el desayuno.

Y los niños durmiendo.

Y por eso también la experiencia de lectura de estos diarios es importante. Porque no están editados para solo dejarnos las reflexiones profundas de Sylvia Plath sobre la literatura. Porque acá hay espacio para eso y también para las preocupaciones de Plath sobre ese deseo que la abre en dos (y, así, asegura:”Deseo las cosas que terminarán destruyéndome”), y la frustración de tener el closet lleno de ropa que no combina.

Plath se queja de las clases aburridas, y de sus vecinos en el campo, y de lo mal que se siente cuando se resfría (“La sinusitis me sume en la depresión maníaca”). Hay días en que no quiere levantarse y hay otros en que cree que un poco de sol le basta para ser feliz.Y así empieza, de hecho, este diario. Un día 1 de julio de 1950: “Tal vez nunca sea feliz, pero esta noche estoy satisfecha. Basta una casa vacía, la fatiga difusa y cálida tras pasar el día acodando los estolones de las fresas al sol, un vaso de leche fría con azúcar y un platito de arándanos con nata.”

Leer los Diarios Completos de Sylvia Plath es saber, también, que no lo están. Y lo sabemos desde esa primera nota introductoria. Sabemos de ese diario que se perdió y ese otro, con entradas que llegaban hasta poco antes del suicidio, y que Ted Hughes decidió destruir. Ese mismo Ted Hughes que escribiera, años después de la muerte de Plath, un libro precioso y triste rememorando su vida con ella y llamado Cartas de Cumpleaños. Ese mismo Ted Hughes que también perderá a su segunda esposa, y a su hija, quienes decidirán quitarse la vida algunos años después.

Y no se puede volver atrás pero acá están estos diarios. Estas entradas en las que Plath anota, aunque sea por momentos, que la vida parece que va a ponerse mejor.

Jugar con agua

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adauiSe nos suele pedir, de niños, que tengamos cuidado con el fuego. También de grandes. Se nos advierte sobre jugar con él y se nos recuerda, ya adultos, que “donde hubo fuego, cenizas quedan”. En Aquí hay icebergs, recién estrenada colección de cuentos de la escritora peruana Katya Adaui, el peligro y la revelación, en cambio, están en el agua. Agua que es hielo, agua que es un juego infantil que se torna abusivo y peligroso, agua que es el mar o la piscina en la que una de las protagonistas nada y nada. Agua que son también las lágrimas que se derraman abiertamente o se ocultan con los dientes apretados. Agua que es recuerdo de limpieza y también la posibilidad siempre presente de ahogarse. De hundirse. Agua, por cierto, que trae consigo sus movimientos: la fluidez líquida de la memoria, el empantanamiento de la amargura en una relación madre-hija, las mareas y oleajes del deseo y el amor furioso.

Desborde.

Son doce cuentos que exploran, en su mayoría, las dinámicas familiares. O tal vez sería más acertado decir: el momento exacto en que lo familiar se vuelve extraño, en que vemos una sombra nueva, un tono de voz distinto. Doloroso.

En el primer relato, “Todo lo que tengo lo llevo conmigo”, nos enfrentamos a una familia en una cuenta regresiva, en fragmentos numerados desde el 68. Cada viñeta trae consigo un recuerdo, un trauma, un silencio. Comienza con: “Mi madre me trae ofrendas los domingos. El pasado vuelve en acontecimientos. Ella insiste en instalarme recuerdos nuevos, los suyos.” Los fragmentos van revelando, de a poco, la sensibilidad de la narradora. Dice, en un momento: “Después de correr, luego de almorzar, leo sobre mi cama. Leo un libro al día. Leo de todo. Tengo varias familias.” La lectura permite el desdoblamiento y el sentirse menos encerrada en la familia que le tocó. Una en la que su padre amenaza con el suicidio y la madre le recomienda a ella y su hermana:“Cuídense de los hombres, ellos siempre te ven como un hueco. Su padre siempre me vio como un hueco.”

En “Si algo nos pasa”, una mujer viaja son su hermana, el marido y el hijo de ella a la playa. El inicio es brutal y te obliga a seguir su voz a todas partes: “Contra todo pronóstico, sobrevivimos a la Nochebuena.” El paseo le recuerda a la narradora otros realizados en la infancia junto a su padre. Así, comenta: “Mi padre, en otra playa a cientos de kilómetros de aquí, con una hija en cada mano, nos decía: El mar lo cura todo.” Para luego agregar, desencantada: “El mar lo cura todo. No es verdad. Cada ola me soltó de los brazos de mis padres y me dejó más a la intemperie.”

El cuento ahonda en esa figura rara de la tía, su amor desmedido por el sobrino, de quien sabe se va a perder sus primeras palabras y tantos otros momentos. Comenta: “Muy lindo su niño, me dice el policía del matamoscas. Quiero responder que soy la tía. Que es mucho mejor ser la tía que ser la madre. Por supuesto, no digo nada.”

“El color del hielo” relata el paseo de un grupo de amigos que se torna repentinamente violento y perverso. Son jóvenes en un auto (“Era una época en que llorábamos poco y sentíamos mucho.”), con una pistola y cervezas. El narrador le ha robado a su madre el dinero que guarda en un frasco de jabones, dinero que “huele a limpio”. Es ella quien le dice al narrador:“Superar la infancia es sobrevivir al peor de los tsunamis.”

En “Alaska” se encuentra el origen del título de este volumen. Dice al comenzar: “Antiguos cartógrafos escribían en sus mapas, refiriéndose a territorios inexplorados: Aquí hay leones. De ser cartógrafo reescribiría un detalle del mapa familiar: Aquí hay leones icebergs.” Es un cuento que articula un palimpsesto de épocas, de familias que se encuentran y desencuentran en la violencia, una memoria que permanece, como la del hielo (“En las regiones polares, el permafrost –tal es el nombre del hielo perenne – impide los entierros. Al mismo tiempo, nada se pudre. Si alguien desea buscar las cepas de la gripe que mató a la mitad del mundo en 1918, allí están, en la memoria del hielo.”).

“Ese caballo” cuenta el paseo de una niña al campo con sus padres y el sacrificio de un animal que le devuelve la mirada por última vez. “Donde tienen lugar las cacerías”, lleva a una familia a situación de encierro y desborde. Las paredes de su casa, en el campo, comienzan a ser atacadas por frutas y aparecen llenas de manchas. La familia le pide ayuda a especialistas y debe resignarse a no salir para no entorpecer la investigación. Comenta el narrador: “Cada uno se agenció su divertimento, su rutina. Asumieron la vida como una obra de teatro dentro de un zoológico.” Y también: “La casa se había convertido en una embajada, en un país peligroso, en una frontera, en una zona de exclusión.” El cuento recuerda al terror de Horacio Quiroga, uno que se vive entre silencios y ladridos. Brillante.

En “Este es el hombre” dos primos juegan con agua mientras su abuela los cuida pero no los escucha. El juego es doblemente secreto pues a la madre del narrador le aterra el despilfarro: “Es un acto de egoísmo mantener grifos abiertos por gusto, sobre todo cuando me lavaba los dientes dejando correr el agua, porque la mitad del mundo tenía sed.”Los niños se preocupan de trapear el suelo, pero las cosas toman otro vuelco. El narrador cuenta todo desde el futuro, uno donde el dolor permanece. Dice: “La adultez es una playa artificial que la mente prolonga.”

En “Puertas” un hombre que ha dejado una relación de años, se hospeda con una amiga mientras decide qué hacer. Un día se equivoca de apartamento y, al intentar girar la llave, deja atascada la puerta y al vecino encerrado en su apartamento. Mientras llega el cerrajero, los hombres conversan, se cuentan el día y a ratos también enmudecen. Como dice el narrador: “Del silencio pasamos a una mudez sonora. La de una piedra estrellándose contra el fondo de una piscina. Solo quienes están zambullidos la escuchan.”

“Agapornis”, trae una nota de humor a este libro tan cargado—inundado– de tristeza. El cuento muestra la llegada de una nueva vecina al edificio, de la que se dice:“Luisa detenía el tránsito, detenía todo.” Son solo instantes, pero se agradecen. “Los gemelos hamberes” retrata el dolor de dos hermanos gemelos que van quedándose ciegos, mientras “Jardinería” muestra a un político estafador que se dedica a cultivar pinos en la cárcel “por que tapan las vistas indeseadas.”

Por último “Siete olas” cierra el libro de forma magistral. Se trata del encuentro de una mujer y su madre. El relato articula el diálogo como un torrente feroz, uno que golpea, a su paso, tanto a la madre como a la hija. Dos momentos: “Dejar, tu padre siempre fue bueno dejando. ¿Y mi dolor? Eres joven. A los jóvenes no les duele nada, quizás el exceso de vida.” Y luego: “Cada siete olas se puede confiar en ti. Y cada siete olas me aloco. ¿Y qué? Así son las rachas y los nadadores bien que se acostumbran.”

El libro termina con la lluvia. Más agua de esa que lava las heridas pero también una que enfría, que se acumula, que no perdona. Katya Adaui ha construido, en Aquí hay icebergs, un mundo inundado, uno donde los ruidos y las conversaciones se escuchan como desde el fondo de una piscina, conjurando intuiciones sobre la naturaleza de la pérdida, del dolor y del abandono. Su escritura va alternando ritmos de pausa y de arrebato, despierta al lector con sus diálogos feroces, con sus reflexiones tristes. Como cuando uno de los narradores dice: “Siempre he sabido cuál es mi lugar. Soy quien observa todo desde el asiento de atrás.” Y también “A veces leer me tranquiliza. Pero siempre un libro se termina.”

Aquí hay icebergs se termina, sí, pero deja las ganas inmensas de volver a visitarlo, de habitarlo, de sumergirse en él.

Una coleccion, sin duda, conmovedora. A la vez vulnerable y furiosa.

(Reseña publicada originalmente en Punto y coma, el 11 de junio de 2017)

Nadie sabe nada nunca

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1481662407-imposible-salir-de-la-tierraComienza con una muchacha “muy pero muy loca” y termina con una mujer que enciende las luces casi al llegar al final de la página. Nos regala paseos por hospitales en los que se espera la muerte o donde, de frentón, ya no se quiere estar. Viajes que cruzan cordilleras o llegan hasta Japón solo para encontrar más muerte. Pasos cansados, y también pasos rápidos, hacia un futuro que se cree luminoso pero que recibe a los personajes con un letrero de clausurado. Una colección de cuentos que, si bien aplasta, no alcanza a quitarte del todo la sonrisa. Porque la amargura inmensa que se concentra en estos relatos – de tantas muertes, de padres y madres que se quitan la vida o mueren por accidente, de hermanas que no se sienten del todo parte de este mundo, de asfixias e incendios– es una amargura como con una ventana bien abierta al fondo, una ventana que deja entrar el aire y hace circular ese lenguaje liviano con el que Costamagna va hilvanando sus historias.

No es tarea fácil: lograr esa amargura que no hunde, conjurar esa luz que se esconde en palabras que brillan a pesar (y a raíz) del naufragio.

Imposible salir de la tierra – volumen de relatos de la escritora chilena Alejandra Costamagna, recientemente publicada por la editorial Estruendomudo- se compone de diez cuentos (o bien nueve cuentos y una novelita corta (“Naturalezas muertas”)). El primero, “La epidemia de Traiguén” trata de Victoria Melis quien “ha llegado a Japón como llegan los desaconsejados, los que andan un poco perdidos: siguiendo un hombre.” El viaje – del despecho, de la fascinación que bordea la locura– la lleva desde una fábrica de pollos donde trabaja como secretaria, a Kamakura, persiguiendo a su jefe, con quien sostuvo un affaire de corta duración. Ella tiene una frase atragantada que quiere decirle: “me has sacado, me has saqueado.”

(Imposible salir de la tierra, imposible escapar del corazón roto).

Es el primer cuento pero ya anuncia el tono de este libro. Pone a dar vueltas a esa aguja de brújula algo averiada que nunca marca el norte, o que marca un norte al que se llega como al borde de un camino frente al cual solo queda dar la vuelta. O saltar.

En “Cachipún” dos hermanas se ilusionan con un trabajo que las hará billonarias y para el que tienen que llegar “culiaditas y comiditas”.“Imposible salir de la tierra” cuenta la historia de otras dos hermanas que han quedado huérfanas y juegan a tener catalepsia porque, si bien “no sabían bien qué era la catalepsia, …les parecía que no estaban cien por ciento vivas.”. Julieta está enferma y debe someterse a una operación. No quiere pero su hermana, Raquel, insiste. Y la descripción de esta última es gloriosa: “Raquel no es una mala persona: se come las uñas, estornuda igual que un gato, anda dando las gracias todo el tiempo. Hasta cuando la ignoran dice oh, muchas gracias.”

La muerte se contempla en primera persona, como una posibilidad, como una lista de las últimas cosas, pero también como testigo. En “Are you ready?” una mujer viaja a Argentina, en lugar de su madre, para ver morir a uno de sus tíos. Nuevamente llega la muerte y la observamos desde las palabras. Así, comenta la narradora: “Les dicen restos, como si fueran las sobras de un pan desmigajado.” Y también: “Les dicen cuerpos. De un minuto a otro dejan de ser personas y pasan a ser cuerpos.” Pero es también la atención al lenguaje la que trae esos momentos de frescura, que se agradecen en medio de tanta muerte: “Entonces ella era una niña y confundía las palabras. Solsticio con solcito (no entendía que hubiera un día preciso que marcara el inicio del solcito de verano, si el sol estaba siempre ahí en los meses calurosos). O súbdito con hábito. Ella tenía dos malos súbditos: se comía las uñas y odiaba los aviones.”

Hay historias de malentendidos más cotidianos como “Gorilas en el congo” o “El olor de los claveles”. En este último, la historia arranca con esa belleza despeinada de Costamagna: “Tenía cerca de veinte años, pero no aparentaba más de dieciséis. A Gómez, de buenas a primeras, no le pareció linda. Véanla: una cicatriz en el mentón, los pómulos hundidos como calavera, el pelo negro colgando disparejo, la mirada perdida…”.

Véanla.

El narrador insiste (“véanla”), nos agarra de un brazo. Nos hace tambalear por los pensamientos de Gómez y sus cambios de opinión respecto de la muchacha: “Quiso que fuera su hija, su hermana, su amiga. Para qué nos engañamos: quiso que fuera su amante. Quiso tenerla muy cerca; esa muchacha lo había encandilado.”

Siguen tres cuentos como chispazos, relatos breves –a veces demasiado breves – que juegan con imágenes más cercanas a la poesía. En “Agujas de reloj” se muestra la instantánea de la celebración de un padre y su hija (“Estarán solos: eso y nada más será la felicidad,”). “Cielo raso” conjura una extraña dinámica entre una niña y su profesora y, nuevamente, las palabras se escapan, no son lo suficientemente precisas (“Se siente tan pequeña, tan poca cosa. Aunque pequeña en realidad no es la palabra”).Por último, “Cuadrar las cosas” cierra este tríptico de un lenguaje más onírico con una mujer que se quita la cabeza para tener un hijo (y luego el cuello no vuelve a encajar en su lugar).

El último cuento, “Naturalezas muertas”, un relato largo, de ritmo pausado, en el que se va acumulando la decepción y la violencia, trae de regreso a la muerte y también a esos personajes “desaconsejados, un poco perdidos” de los que se habla al comienzo de la colección.

Ahora quien persigue es un hombre (Martín) a una mujer más joven (Alia) que trabaja en un cine.

Y el viaje no es a Japón sino a Retiro.

La relación pasa de las primeras ilusiones a los malos entendidos (Martín tiene celos, tiene sospechas, siente agujas en la cabeza y el corazón) y, en un momento, un personaje le recitará que “nadie sabe nada nunca.”

Imposible salir de la tierra, imposible soltar estos cuentos. De muertes y pasos cansados pero también de ojos y oídos llenos de maravilla frente a las palabras alborotadas, los detalles que conmueven (o traen de vuelta la sonrisa) y que configuran ese paisaje tan único de Alejandra Costamagna.

(Sí: véanla).

(Esta reseña fue publicada originalmente en Paniko.cl en septiembre de 2016)

La disciplina y el veneno

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buenaalumnaYa es casi lugar común decir que la educación abre puertas. Así lo escucha también, y de boca de su padre, la protagonista de Buena Alumna (Minúscula, 2016), primera novela de la argentina Paula Porroni. Solo que, en esta historia, esa expresión saca garras. Porque sí, puertas se abren, y muchas: de casas desordenadas en las que se arrienda una pieza por temporadas más o menos cortas, de cuartos de hotel donde un extranjero la deja sintiéndose como el asco, de departamentos de desconocidos y semi conocidos que quizás ya consiguieron algo que ella todavía está buscando.

Pero, ¿qué es lo que está buscando?

La protagonista de esta novela, de la que nunca sabemos su nombre, escapa de una Argentina en crisis económica, y de años de una existencia incómoda con su madre, para volver a Inglaterra, país en el que alguna vez cursó una licenciatura en Historia del Arte. Su ojo es clínico, sobre todo con ella misma, y su afán de perfeccionarse la lleva a contorsiones masoquistas. La idea es buscar trabajo, o quizás algo nuevo para estudiar, mientras va drenando de a poquito la cuenta corriente y la tarjeta de crédito de su madre que ha enviudado hace un tiempo. Mientras eso pasa, la narradora disciplina el cuerpo de muchas formas. Una de ellas: corriendo. Así, comenta a poco empezar: “Espero algunas semanas antes de iniciar la verdadera búsqueda de empleo. Quiero extirpar de mí todo resto de vacilación. Mientras tanto, corro. Me entreno. Corriendo ejercito este cuerpo que aún no triunfó.”

Hay una amargura en la narradora que no se va nunca. Ni siquiera la experiencia de revisitar el lugar le trae algo de alegría. Si bien afirma , convencida, que evita el metro “porque solo caminando se conoce una ciudad” al poco rato vuelve la atención al dolor: “Y mientras camino, los nuevos zapatos me van despellejando los talones, a cada paso me van arrancando la piel, y un gusto ácido y dulce me sube a la boca.” Y es que su relación con el mundo parece estar siempre filtrada por el odio y el dolor. Correr es dolerse, caminar por la ciudad, asumir sus fracasos y decepciones es analizarse con minucia y sin nunca perdonarse: “Examino mi cara y después me pregunto en cuál de mis huesos, en qué espacio oscuro, se aloja todo el veneno. Del cajón de la cómoda, saco el encendedor. Me desvisto. Abro una horquilla de pelo y caliento un lado de la L. Inhalo y rápidamente presiono el metal a un costado de la panza. Entonces todo se abre, un cielo se despeja. Y el dolor es alucinante. Como una estrella, tiene mil puntas de luz.”

Hay un murmullo, eso sí, bajo estos ejercicios. Una especial melodía. Un querer desligarse de la madre que es, a la vez, desligarse de la lengua materna. Hablar sin acento como una forma de cortar raíces y borrar memoria. Algo que, también, se puede hacer disciplinadamente porque, según dice la narradora, “Un idioma no es más que una larga canción. Basta con estudiar la música y la letra. Suprimir los errores. Imito a la profesora, primero, y después a Anna. Y, de haber podido, habría dejado que la nueva lengua royera a la vieja. Como un ácido que desintegra.” Y también: “Madre e hija, ella y yo, estamos otra vez en la misma sintonía. Nuestra sintonía del rencor.”

(En otro momento, la narradora comete errores gramaticales al hacer una pregunta en ese idioma en el que parece querer sumergirse. La observación es inmisericorde: “Y yo me lleno de odio por haberme equivocado al hacer la pregunta. Como si fuese una de esas mendigas borrachas o una inmigrante que aún no aprendió a hablar inglés.”).

La música, sin embargo, nunca se convierte en refugio sino, por el contrario, acaba por volverse otro mecanismo para infligir dolor: “Subo el volumen al máximo, hasta convertir la canción, toda la extensa línea sonora, en una aguja muy fina, de plata, que me perfora el oído.”

El tiempo pasa y las cosas no resultan tan bien como la narradora esperaba. Y ella sigue pidiendo más plazos (su madre solo le ha dado un año de “subsidio familiar”) y posando de lo que no es frente a su amiga Anna, quien la recibe en su casa y finalmente le consigue la posibilidad de una beca para seguir estudios de postgrado en una universidad de poco prestigio. A ella postula con un proyecto de investigación sobre las naturalezas muertas, que en su inglés “still life” le recuerdan la expresión para referirse al niño muerto al nacer(stillborn).

Pero me parece que el gesto va más allá. Porque la naturaleza muerta lo que hace, de cierta forma, es poner el mundo en orden. El caos de la naturaleza se ve, por un segundo, detenido. Quieto. Bajo control. Como el dolor en el que la protagonista se refugia y controla en pequeñas dosis (“Cierro los puños. Junto el odio en las manos, todo el veneno, y martillo mis muslos a golpes. Golpeo. Golpeo con todas mis fuerzas. Mañana, sin excusas, voy a levantarme más temprano.”) Ese cerco electrificado que impide que, como lectores, nos acerquemos más y que le permite a ella no ser desbordada ni por el mundo ni por sus emociones.

Sin embargo, este orden es también, muy a su pesar, una herencia de familia, una raíz que carga consigo a todas partes: “Pregunto por Mirta, el perro, el jardín. Porque estos son nuestros temas. Los temas que madre e hija comparten. Madre e hija, guardianas del orden de la casa.” Y también: “Porque mamá siempre está al acecho, esperando el paso en falso. Espera, como toda madre, el tropiezo de su hija. Mamá olfatea mis rastros, cada una de mis huellas, en el resumen de compras de la la tarjeta (…) Una extraña correspondencia entre madre e hija. Cartas más bien anónimas. Impersonales. Mamá espera el momento ideal para obligarme a volver a su lado, para que nos resequemos juntas, en el interior de su casa perfecta. Inmaculada.”

El filósofo Gastón Bachelard postula, en su Poética del espacio, que podríamos contar nuestra historia haciendo un inventario de las puertas que atravesamos durante la vida. Las que se abrieron, las que se cerraron. Tal vez algo románticamente, Bachelard creía que esos cruces, y esas puertas que inauguraban nuevos espacios, decían algo de nosotros mismos. En el caso de la novela de Porroni, las puertas no alcanzan a contar esa historia o bien desarman la ilusión de ese espejo. La protagonista de Buena Alumna atraviesa espacios sin dejar nada de sí en ellos. Revisa las redes sociales de sus amigos, la falsa felicidad de sus fotos, pero nunca tenemos acceso a las suyas. Inspecciona refrigeradores, juega con consoladores y ropitas de bebé de sus anfitriones para luego seguir de largo. A otra puerta. A otro portazo. Y es triste y brutal que no exista el consuelo de ese inventario (en las maletas de la narradora, ¿qué hay?¿ Qué lleva?) Sin embargo, sí hay una conexión peculiar entre la protagnista y la naturaleza que la rodea. No es nunca solo paisaje – nada de naturaleza muerta aquí — sino una realidad que la impregna e interpela: “El camino se estrecha. Surgen enormes arbustos de retamo florecido. Flores amarillas y espinas, donde se concentra todo el odio de la naturaleza.” O, en otro momento: “Pero yo siento la sombra del bosque rodeándome, infiltrándose. Una sombra que baja desde las ramas, se suelta de la corteza gris de los árboles y se mete por los riñones y los intestinos, como un parásito.”

Paula Porroni escribe con una pericia que deja sin aire, con frases que van soltando con maestría su veneno. Su ferocidad recuerda a la de su compatriota Ariana Harwicz (Precoz, La débil mental pero, sobre todo, Matate, amor), a los ejercicios para no sentir dolor de los hermanos de El gran cuaderno de la escritora húngara Agota Kristof (solo que aquí la guerra para la que defenderse se encuentra en la cabeza de la protagonista) y su retrato de la relación madre e hija hace eco de la retratada por María Gainza en El nervio óptico y de ese cuento brillante de Liliana Colanzi, “El ojo”, en el que la hija, otra “buena alumna” es conminada por una de sus profesoras a que aprenda, por fin, a desobedecer.

La escritora mexicana Valeria Luiselli, en su libro de ensayos, Papeles Falsos, sugiere que “para destruir la lengua materna hace falta llegar al corazón mismo de las palabras y sembrar ahí una música distinta.” La protagonista de Buena Alumna, si bien intenta bombardear esas raíces, acaba por sabotear sus impulsos tal vez porque se empecina (y engolosina) en la sintonía del rencor y de la rabia, algo que la enreda aún más en ese orden familiar que tanto quiere dejar atrás. Y si bien esa melodía no nos deja acercanos más al corazón de la narradora, lo cierto es que todos necesitamos de vez en cuando una canción furiosa para apagar el mundo.

Y la de Porroni es perfecta.

(Reseña publicada originalmente en Paniko en febrero, 2017)

«Llegar nunca es llegar»: las respuestas de un mapa triste

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Valeria-LuiselliHay una oración que rezan los que cruzan a Estados Unidos: La Oración del Migrante. “Partir es un poco morir/ llegar nunca es llegar definitivo.” Es de las cosas que le cuentan los niños a Valeria Luiselli, mientras ella intenta que contesten un cuestionario de cuarenta preguntas, preparado por el gobierno de Estados Unidos.

No es un cuestionario cualquiera. Las respuestas a estas preguntas tienen el poder de dejarlos en el país o bien cerrarles la puerta en sus narices.

Son niños y están perdidos en un lugar que no conocen pero al que están desesperados por pertenecer. Niños que cruzaron la frontera solos, bajo gran peligro, y que, contra lo que uno podría pensar, en cuanto pisan territorio estadounidense, buscan entregarse a la justicia.

No hacerlo sería demasiado peligroso.

En ésta, su cuarta obra, la escritora mexicana Valeria Luiselli vuelve a la inteligencia y sensibilidad de su primer libro de ensayos, Papeles falsos, solo que ahora con un tono que se acerca más a la rabia y al dolor. Ya no se trata de lecturas, o paseos por hoteles y cementerios, sino de niños que le dicen que no saben dónde están sus familiares, que le confiesan la persecución a la que son sometidos por las pandillas y le muestran un papel arrugado, guardado con furia en un bolsillo, con la notificación de una denuncia a la policía de sus países y que nunca jamás fue atendida.

Porque sí, la vida de estos niños está llena de “nunca jamases”. Y entonces el título del libro se vuelve feroz, al recordar a Peter Pan y su grupo de amigos. Hay un barniz infantil que apenas logra cubrir el horror de esa soledad triste y esa sentencia tremenda del Nunca Jamás. Y es que uno quisiera regalarle a estos niños un “Hasta siempre”, un “Y vivieron felices”. Pero Luiselli sentencia: “Las historias de los niños perdidos son la historia de una infancia perdida. Los niños perdidos son niños a quienes les quitaron el derecho a la niñez. Sus historias no tienen final.”

La autora explora con astucia, con paciencia, los recovecos del problema y las ramificaciones del dolor. Ella misma una extranjera en Estados Unidos, comienza su relato contando de unas vacaciones familiares en las cuales no pudo salir del país puesto que se encontraba en trámite su green card. En uno de estos paseos en auto son detenidos por la policía para un chequeo de rigor y, al preguntarles el oficial, algo socarronamente, si andan buscando inspiración en los paisajes estadounidenses – ella y su marido ya le han contado que son escritores y le responden, nerviosos, que sí – la reflexión es la siguiente: “¿Porque cómo se explica que nunca es la inspiración lo que empuja a nadie a contar una historia, sino, más bien, una combinación de rabia y claridad? Cómo decir: No, no encontramos ninguna inspiración aquí; encontramos un país tan hermoso como roto, y dado que estamos viviendo en él, estamos igualmente un poco rotos y avergonzados, y quizás buscamos algún tipo de explicación, o de justificación, para estar aquí.”

Es esa mezcla de rabia y claridad la que impregna estas páginas. La urgencia también de contar estas historias terribles. Como se indica en otro momento: “Las cifras cuentan historias de terror, pero quizá las historias de verdadero terror, las inimaginables, sean aquellas para las cuales todavía no hay números, para las cuales no existe ninguna posible rendición de cuentas, ninguna palabra jamás pronunciada ni escrita por nadie. Y, quizá, la única manera de empezar a entender estos años tan oscuros para los migrantes que cruzan las fronteras de Centroamérica, México y Estados Unidos sea registrar la mayor cantidad de historias individuales posibles. Escucharlas, una y otra vez. Escribirlas, una y otra vez. Para que no sean olvidadas, para que queden en los anales de nuestra historia compartida y en lo hondo de nuestra conciencia, y regresen, siempre, a perseguirnos en las noches, a llenarnos de espanto y de vergüenza.”

Luiselli se detiene en cada paso del proceso. El historial de violencia que persigue a los niños que, desesperados, arriesgan su vida para cruzar; de qué forma son atrapados y dejados en “la hielera”, un edificio a temperaturas heladísimas en la que los niños son alimentados con sandwiches congelados que ellos se niegan a comer porque es como “comer tristeza” y el proceso de entrevista y respuesta de cada una de las cuarenta preguntas que simulan querer entender su situación. Todo, claro, con el problema de la traducción de por medio. Dice Luiselli: “El proceso mediante el cual un niño es entrevistado en su primera visita a la corte se llama, en inglés, ‘screening’, y se traduciría de forma literal como ‘proyección’ – un término que me sigue pareciendo tan cínico como, quizá, en el fondo, apropiado. Proyección: el niño o la niña, un carrete con metraje; el intérprete, un aparato algo obsoleto para canalizar ese metraje; el sistema legal, una especie de pantalla en la cual se proyecta todo – una pantalla tan deslucida que lo que se proyecta en ella carece de claridad y de detalle. Todas las historias que se traducen en la corte acaban siendo generalizaciones de los relatos personales, distorsiones; toda traducción de las historias de los niños es una imagen fuera de foco.”

La palabra traducir quiere decir, entre muchas cosas, trasladar, mover, guiar a otro lugar. Algo que se recuerda con impotencia al leer estas páginas. Porque las palabras se mueven, sí, mientras los niños se encuentran empantanados en el sistema. Incluso, en las mejores circunstancias, vale decir, cuando son autorizados para quedarse en Estados Unidos, muchas veces caen en vecindarios y escuelas en las que vuelven a quedar bajo el acoso de las pandillas. Comenta Luiselli: “Los más pequeños te miran con una mezcla de desconcierto y diversión si dices ‘bandas del crimen organizado’, quizá porque asocian ‘banda’ con las bandas musicales. Pero la mayoría, incluso los muy chicos, conoce las palabras ‘ganga’ o ‘pandillero’, y decirlas es como apretar el botón de una máquina que produce pesadillas.”

Los niños cuentan historias mientras Luiselli relata sus propios problemas con el sistema de inmigración. Sus papeles se demoran y ella queda incapacitada legalmente para trabajar. Debe dejar sus clases en la universidad y se dedica, de voluntaria, a traducir a los niños perdidos. Se entera de abuelas que, al no lograr que sus nietas se aprendan el número de teléfono de una tía en Estados Unidos, se lo bordan a vestidos que tienen prohibido quitarse durante el cruce; de familias desmigajadas (“El árbol genealógico de los que migran siempre se parte en dos mitades: los que se fueron y los que se quedaron.”), de recorridos que van marcando un mapa lleno de dolor, violencia y desesperanza. Dice Luiselli: “Todos los niños llegan de lugares distintos, de vidas singulares, de experiencias únicas, pero una vez que registramos sus historias, éstas se encadenan unas a otras, y cuentan la misma historia espeluznante. Si alguien dibujara un mapa del hemisferio y trazara la historia de un niño y su ruta migratoria individual, y luego la de otro y otro niño, y luego las de decenas de otros, y después la de los cientos y miles que los preceden y vendrán después, el mapa se colapsaría en una sola línea – una grieta, una fisura, la larga cicatriz continental.”

La autora lee entre líneas, entre los intersticios que van dejando las preguntas y sus respuestas.Va de una en una, las mira de frente. Así, reflexiona en un momento: ‘¿Quiénes eran las personas con quienes vivías?’Me imagino que en la mente de muchos de los niños que emigran, el mundo es un lugar en donde no se vive en realidad con nadie.” Para luego agregar: “Las respuestas de los niños varían, pero al final siempre dan cuenta de un mismo hecho: vivimos en un continente en donde está desapareciendo, o quizá desapareció ya, la noción de la comunidad.”

Valeria Luiselli logra, en este libro, articular la difícil situación de la inmigración a Estados Unidos, de adultos y niños, de familias e individuos, con preguntas más grandes respecto de la solidaridad, la generosidad y lo que significa ser responsable. Un llamado – un grito, un aullido- a dejar de lado una postura “volunturista” y seguir contando y escuchando historias. O, en sus palabras:“Mientras tanto, mientras la historia no termine, lo único que se puede hacer es contarla y volverla a contar, a medida que se sigue desarrollando, bifurcando y complicando. Pero tiene que contarse, porque las historias difíciles necesitan ser narradas muchas veces, por muchas mentes, siempre con palabras diferentes y desde ángulos muy distintos. Se lo he tenido que preguntar a tanta gente: ‘¿Por qué viniste?’ A veces me lo pregunto yo también. Pero no tengo una respuesta.”

Para terminar, un detalle: en la versión en inglés de este libro, el título es distinto. Se llama Tell me how it ends, o dime cómo termina, frase con la cual la hija de Luiselli enfrentaba los relatos que su madre le hacía al regresar de su trabajo.

Hay en ese título también un dolor y una urgencia: dime cómo. Dime cuándo. Pero, sobre todo: dime que termina.

[Esta reseña fue originalmente publicada en Paniko en junio, 2017)

Una tristeza salvaje

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tapa-matate-altaEn Matate, amor, primera novela de la escritora argentina Ariana Harwicz, una mujer, su esposo y su hijo viven en una casa perdida en el bosque. Eso, a primera vista. Solo tres figuras en medio de la naturaleza.

Es entonces que aparece el cuarto personaje: la rabia. Leemos: “Nada nos distingue a unos de otros. Yo misma, letrada y graduada universitaria, soy más bestia que esos zorros desahuciados con la cara teñida de rojo y un palo atravesándoles la boca de par en par.”

Porque ese es el tono de esta novela, que avanza con la velocidad de la furia, de un odio oscuro e incorrecto.

Volvamos pues, al comienzo. Una mujer, su esposo y su hijo en medio del bosque. Afinemos el ojo, alertemos los oídos. Y ahí llega, como un golpe: una novela que trata de una mujer incómoda en su relación de pareja, asqueada de la rutina e insoportablemente adicta a ella a la vez, enojada por el sexo triste, por esas conversaciones que no son conversaciones, por ese amor que se desgasta. Una novela también sobre ser madre y arrepentirse, no una vez en un momento de crisis, sino a cada paso, a cada llanto, a cada portazo. Una madre que no quiso ser madre, que lo es y ahí está, haciéndolo como puede (y la escuchamos decir:“…pienso en ese animal monstruoso, en ese parásito que es un hijo, en eso de llevar tu corazón con el otro, para siempre.”). Entre ensoñaciones con el vecino o sus intentos de espiar las vidas ocultas de los demás, con un desdén corrosivo por la familia de su marido, especialmente su suegra, que enviuda y no es capaz de encontrarse un espacio propio en esa vida donde ahora hay tanto, tantísimo, lugar (dice la narradora: “Algo como una segunda muerte diaria vivía mi suegra que seguía poniendo en el lavarropas los pantalones sucios de su marido.”)

Esta narradora sin nombre no cuenta: escupe, patalea, grita. Matate, amor es una novela sucia, en la que las ramas de los árboles se meten por todos lados, la luz molesta en la cara y los mosquitos aletean entre los aullidos de un perro que se queja de dolor. Y la familia no puede echar raíces porque el territorio es inhóspito. Porque tal vez la propia palabra familia sea un problema (dice la narradora: “Una familia normal es lo más siniestro.”)

Esta novela trata de una familia y sin embargo no hay nada de hogareño aquí. O sí, si volvemos a la etimología de la palabra y recordamos que hogar y hoguera comparten historia y significado. Matate, amor es una novela que quema. Y que, si se lee junto al resto de la trilogía involuntaria de Harwicz (compuesta por La débil mental y Precoz), desata un incendio que ya no se apaga más. En todas ellas está esa rabia que corre bajo las palabras, y ese deseo que no se logra satisfacer nunca, un deseo que va más allá de la satisfacción sexual, o el goce, que desborda el cuerpo, que desborda el mundo, que es un exceso doloroso e imposible. En Matate, amor, por ejemplo, estas son las reflexiones de la narradora luego de un encuentro algo prohibido: “Cuántas veces el deseo rozó lo insoportable, la boca de un caimán abierta a más no poder. El río me arrastró y fui una rama seca. Pedaleé los veinte kilómetros hasta mi casa queriendo vomitar. Pedaleé y pedaleé sin separarme de su gusto en mi saliva. El deseo me siguió a lo largo de toda la carretera, pegajoso, maloliente y servil. Quiero un tratamiento agresivo con láser para olvidar su mandíbula, para deshacerme de su frente.”. O, en otro momento: “Desear es un caramelo pegado al cuello, al cuero cabelludo, a la yugular.”

En todas ellas la relación madre-hija o madre-hijo forman un núcleo pegajoso, hecho de amor, sí, pero también de sangre, de sudor, de besos y asco. Y frente a eso Harwicz pone la urgencia enorme de contar y de contarse (“Soy madre, listo. Me arrepiento, pero ni siquiera lo puedo decir. A quién.”). Son personajes que se abren hasta romperse, que confiesan lo oscuro, que se revuelcan en una tristeza salvaje. Personajes muchas veces extranjeros, en contextos de violencia, o en la violencia que se esconde tras todo paisaje apacible.

Harwicz no escribe: rasguña.

Y leerla es una experiencia incómoda que sorprende. Porque en esta rabia hay maestría, en este desbarrancarse hay un cuidado con las palabras hasta sacarles todo el filo. Hasta que lo más cotidiano se vuelve cuchillo. Así, en un momento, dice la narradora: “Somos parte de esas parejas que mecanizan la palabra ‘amor’ hasta cuando se detestan; amor, no quiero volverte a ver.”

Leer Matate, amor es zambullirse en la cabeza de una mujer intensa, llena de contradicciones, que ama con violencia, se desborda, y a veces quiere cerrar la puerta y olvidarse del mundo. Que siente asco por lo cotidiano y todo lo que tiene de seguridad y certeza; que reacciona con desesperación frente al aburrimiento (“Hay gente que necesita ver el mar. Yo necesito ver un arma, aunque esté quieta, sucia, descargada.”).

Esta narradora se interpela. Se mira al espejo y no le gusta lo que ve (“Y soy una mujer que se dejó estar y tiene caries y ya no lee. Leé idiota, me digo. Leéte una frase de corrido.”). Fantasea con atravesar un ventanal y cortarse entera y a veces, para entretenerse, se ríe a costa del sufrimiento de sus vecinos. Nos cuenta: “Los días que mi marido sale de viaje pongo un bebé plástico en el asiento trasero del auto, en pleno verano. Me divierte ver la cantidad de vecinos y empleados estatales que se alarman.” El matrimonio se complica, se derrumba, se vuelve a armar; se describe como un vínculo lleno de euforias y miserias. Dice, sobre su marido: “Eso veía de mí. Una mujer que debía calmarse. Volverse una ameba. Irse a un lugar de sábanas y paredes blancas, bajo la lengua, pastillitas, pildoritas, comprimidos.” Y también: “Cuando mi marido se va de viaje, a cada segundo de silencio le sigue una horda de demonios colándose por mi cerebro.”

Ariana Harwicz es, a mi juicio, una de las voces más impresionantes de la literatura latinoamericana actual. En sus historias la anécdota suele ser simple, girar claustrofóbicamente en torno a un par de personajes, siempre con el mismo resultado: hundirse hasta el fondo del deseo, dejar el corazón a la intemperie y aullar bien fuerte, esperando la llegada de los lobos.

(Reseña originalmente publicada en Punto y Coma (Perú) en julio 2017)

La economía del rencor

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la-vaga-ambiciónHace años que el Premio Ribera del Duero viene destacando colecciones de cuentos deslumbrantes. Fue el caso de Samantha Schweblin, con Siete casas vacías o, en una edición anterior, El matrimonio de los peces rojos de Guadalupe Nettel. Ahora es el turno de otro escritor mexicano, Antonio Ortuño, con su libro La vaga ambición en el que, a través de seis cuentos, se nos arma un universo y una serie de reflexiones sobre la escritura.

Porque ese es el murmullo que fluye bajo todas las historias. Si bien tenemos relatos que se centran en traumas infantiles, en la enfermedad de una madre o los problemas de pareja, lo cierto es que todos ellos van armando una poética que conecta la escritura con la responsabilidad, con la materialidad de unas condiciones de trabajo, con la coreografía de los eventos culturales y las entrevistas, o el día a día de los talleres literarios.

Tal como lo hizo anteriormente en sus novelas Recursos Humanos o la magnífica La fila india, Ortuño pone al lector en una posición incómoda. La indiferencia no es nunca una posibilidad, tampoco la apatía. Hay una belleza rara en estos relatos, incluso dolorosa. Un humor negro que se mezcla de forma inquietante con la tristeza.

Así, por ejemplo, en “Un trago de aceite”un padre rapta a su hijo de la escuela para llevárselo a pasar unos días a una casa cerca de un lago. La madre, que no sabe de estos planes y ya no está emparejada con él, entra en furia y hará lo imposible por encontrarlo. El narrador es el niño y cuenta, con una sensibilidad algo triste, que: “El lago era grandote pero no majestuoso, los peces que extirpaban de sus aguas sabían a petróleo, el aire olía a fermentación.” Comenta que, desde que su padre salió de su vida, se acostumbró a visitarlo en los recreos y que “Mi padre no tenía clara mi edad del mismo modo que yo no sabía, más que aproximadamente, a qué se dedicaba.”

El título del cuento viene de un comentario de la madre. Dice el niño:“Mi madre lo llamaba tragar aceite: hacer lo que no quieres y aguantarte.” En esos días con su padre, fuera del radar materno, pasan cosas que dejan marcas en la memoria del narrador y otra prima quien le pide, en un momento de angustia, “Escribe esto un día. Un libro.” Y luego: “Que lo lean. Que arranquen las hojas. Y se las traguen.”

Es la primera parada en el camino a la escritura, que la conecta para siempre con la necesidad del testimonio.

Luego, en “El caballero de los espejos”, la escritura es reescritura. Comienza, algo juguetonamente, diciendo: “Lo primero que escribí en la vida fue el Quijote.” El niño, quien nuevamente se encarga de contar la historia, comenta que a los diez años empezó a transcribir el Quijote, pero luego se aburre y su imaginación se va y se va y se va, agregando otras anécdotas.

No es solo él quien escribe, por cierto. Dice el narrador: “Mi madre escribía, de tanto en tanto, cosas para sí.” Es aquí un comentario al pasar, pero sirve de faro para alumbrar otra historia que llega más adelante. En ésta, en cambio, se concentra en su primo Carlos quien se ríe de él, al descubrir el curioso manuscrito del libro de Cervantes, pero que, años más tarde. se acercará a pedirle dinero en medio del funeral de su madre. Allí lo encuentra ya en decadencia, mayor, y afirma: “Envejecer también es una muerte violenta.”

El relato pone sobre la mesa un tema que se vuelve central en los cuentos que siguen: el dinero y la deuda. Ortuño entrelaza las reflexiones sobre la escritura y la indagación en temas familiares y de afectos, con una mirada a los vaivenes del dinero, los gastos y las deudas. Así, del mal pasar económico del primo Carlos en este segundo cuento, pasamos a “Quinta temporada” en el que se nos dice: “1. Situación: Al unirme al equipo de escritura del serial Reinos desaparecidos el estado de mi economía era el siguiente: * Ningún trabajo en curso o en vías de comenzar. Es decir, la pesadilla del ingreso cero. *Hipoteca con dos meses de atraso y un interés compuesto que nos comía vivos.”

El escritor (el niño que traga aceite, el que reescribe creativamente el Quijote) ahora se ve en apuros económicos y debe aceptar un trabajo de guionista para un programa de televisión muy exitoso. Arturo detalla los lujos que se da, las salidas a cenar y cómo a veces se ve obligado a esconder las tarjetas de crédito en el cajón de ropa interior de su esposa.

Trabajar de guionista no lo hace feliz pero se transforma en un mal necesario. Sobre el show cuenta que:“La misión era conseguir que resultaran memorables y que, como sucedía con el resto de la serie, evocaran a la vez a Shakespeare, Barbara Cartland y Conan el Bárbaro.” Y también: “(Reinos desaparecidos era la primera serie subtitulada por completo, sin un solo diálogo en un lenguaje real en la historia de la televisión.”)

Al programa le va bastante bien pero también hay mucha presión de parte de los ejecutivos a cargo y del público. Dice:“…nuestro trabajo sería juzgado, pues, por un tribunal de millones de personas hastiadas, distraídas, que miraban el televisor en vez de tener sexo con sus compañeros de cama; millones de personas recién cenadas, en pijama, escépticas, preparadas para irritarse por la aparición de un reloj de pulsera en la muñeca de un extra en el tercer plano, como si aquello fuera la aguja que reventara el globito de sus ilusiones.”

El escritor se convierte en mercenario y la sensación, a ratos, le parece venenosa (“Y ahora soy una planta injertada, un organismo intervenido por algo que no estaba en sí.”).

“Provocación repugnante”, el cuarto cuento, a mi juicio el más débil del conjunto, se sale del ecosistema familiar, y el particular camino de un escritor, para dar lugar a un relato de época, de traiciones, persecuciones, dolores, y la tensión entre política y arte, en Rusia. Sin embargo, hay en él una frase que queda resonando: “Aunque escribamos, aunque finjamos pensar, somos tan asombrosamente indignos de nuestros mayores que tan solo esperamos el momento de traicionarlos y abandonarlos. Estamos condenados a ser sus perseguidores. Sus ejecutores.”

El quinto cuento, “El príncipe con mil enemigos”, vuelve a conectar las condiciones materiales y económicas del trabajo de un escritor, con la figura de la madre y su enfermedad. Empieza con un alacrán que pica al escritor durante un evento literario. Él ha llegado hasta un pueblito en construcción de carreteras, algo que impide la llegada de la presentadora de tal evento y de un bus de estudiantes que asistirían al conversatorio. No llega nadie y deben conseguirse un público nuevo con la gente de las cercanías (chicos en pleno partido de fútbol). Eso se intercala con la enfermedad de la madre. Dice: “Mi madre enfermó en capítulos. Portó un tumor en su seno izquierdo durante decenios sin emitir una queja.”

Mientras Arturo participa de las conferencias, su madre le escribe un correo desde el hospital en el que se encuentra. Dice que, en él: “Me decía que los novios que tuvo luego del divorcio le festejaban la escritura, al principio, pero luego les fastidiaba, cuando se daban cuenta de que no escribía sobre ellos ni para ellos.” Y luego: “Me decía que escribir era la vaga ambición de guerrear contra mil enemigos y salir vivo. Que me leyó y supo que no debió permitir que la sacaran del combate. Que escribiera contra todos, me decía, y a pesar de todos. Que no les llevara paz sino la espada…Que dejara de hacerles caso a todos y de una puta vez.”

La coreografía del escritor trae también entrevistas en la televisión, con conductores que no se han leído sus libros, que hacen preguntas equivocadas. Una mirada burlona que se agradece.

Por último, el cuento que cierra la colección, llamado “La batalla de Hastings” comienza de una forma hermosa. Inmensa: “Los muertos iluminan la ruta de los vivos. Por eso leemos: para que se inflame una antorcha. Bajo su luz escribimos” Es otra reflexión astuta sobre el oficio de escribir, sobre esa “vaga ambición” que inmediatamente después se complementa con el humor y la ironía:“…Se los digo con la convicción de un tallerista literario de cuarenta años con problemas domésticos…”

Arturo cuenta, esta vez, su necesidad de hacer talleres para pagar las cuentas y mantener el nivel de gastos de su familia. Dice, por ejemplo:“También a ellos quisiera explicarles que adoro sus pagos, porque permiten liquidar el taekwondo de mis hijas, y que venero sus textos porque son mejores de lo que ellos mismos creen – aunque sean horribles, espeluznantes, y ningún editor sería capaz de tomarlos en serio-.”

Y luego: “Son hermosos si son pobres y escriben, como hice yo, desde el rencor.”

Su alumno favorito “es un sujeto oscuro, barbado, enorme como un árbol, dedicado a la venta de piratería y el contrabando de objetos chinos”. Dice de él: “Lo amo. Escribe como búfalo iracundo, como si pudiera sacudirse las cadenas al teclear.”

Mientras realiza una nueva sesión de taller, nos enteramos de sus problemas con su mujer, Aura, quien lo llama y envía mensajes al teléfono. Pero no es tiempo de atender a esas cosas, y el escritor sigue con su perorata a los alumnos: “No vinimos aquí a redactar, damas y caballeros, bestias y diablos: vinimos a cortar gargantas.”

La vaga ambición indaga, sin idealizar, en el trabajo del escritor. Expone sus posibilidades como testimonio, como responsabilidad de contar una historia (la de la prima, la de la madre, la de quienes, por diversas razones, no pudieron contarla) a la vez que exhibe y se ríe de su condición de trabajo, a ratos ingrato, a ratos ridículo. Nos regala momentos de belleza inmensa, nos da luces y antorchas, sin ignorar el inevitable trago de aceite. Cortando, por cierto, unas cuantas gargantas a su paso.

(Reseña originalmente publicada en el sitio web peruano Punto y Coma en julio 2017)

Un corazón más pequeño

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trucha-panza1-2833f918d3f1d60a4a15067052343255-640-0Hay una canción de Amanda Palmer que me gusta mucho: Trout heart replica. En ella se reflexiona sobre el amor y las cosas que duelen mientras se observa un criadero de truchas que nadan y nadan en círculos. Mi línea favorita allí dice: “Killing things is not so hard, is hurting that’s the hardest part. And when the wizard gets me, I’m asking for a smaller heart.” O, en español: Matar cosas no es tan difícil, es hacer daño lo que cuesta más. Y, cuando vea al mago, voy a pedirle un corazón más pequeño.”

Trucha panza arriba (Editorial El Cuervo, 2017), la primera colección de cuentos del escritor guatemalteco Rodrigo Fuentes, habla también de las cosas que duelen, de la animalidad triste que se esconde en toda familia, de la complejidad de los sentimientos y de ese hacer daño que, como dice la canción de Palmer, es a veces la parte más difícil.

Se trata de siete relatos que giran – o bien, nadan en círculos – alrededor de la figura de Henrik, un hombre europeo, descrito como alguien inmenso, gigante, que hace distintas inversiones en algún lugar de Guatemala. Las historias van entregando diversas perspectivas sobre él: mirado desde los ojos de uno de sus trabajadores, de su hijastro, o bien aparece en el fondo, allá lejos, apenas una figurita, en los cuentos centrados en su hermano (“Güisqui”) o en una de las vacas que vive en sus terrenos (“De repente, Perla”). También toma la palabra en “Buceo”, para contar un accidente familiar.

Leer a Rodrigo Fuentes es, a falta de mejor palabra, refrescante. Su prosa fluye, corre, se transforma. Es ágil, te salpica de agua la cara. Te agarra, bien firme, desde la primera línea y es inevitable y maravilloso seguirlo. Un libro que empieza diciendo “Esto de la familia es complicado” para terminar con una balacera. Cuentos en los que los animales sirven de testigos silenciosos de los errores humanos: de la falta de fuerza de voluntad de un alcohólico, del deseo de un hombre casado, de condiciones injustas de trabajo. Los ojos de los animales lo miran todo, desafiantes. Como en “Güisqui” en el que el narrador comenta sobre un perro: “Había una chispa burlona en su mirada, como si supiera algo sobre Mati que él mismo ignoraba.” O, en “De repente, Perla”, relato en el que una vaca se lleva todo el protagonismo: “Porque Perla los miraba como mira una persona. No como mira una persona cualquiera: como mira una mujer, una mujer que se sabe vista por un hombre. De esas mujeres que le agarran a uno la mirada y se la cachetean de vuelta. Así miraba Perla.”

El relato que abre el volumen, y le da también su nombre, cuenta la historia de uno de los trabajadores de Henrik, un hombre casado que se encanta con una muchacha del pueblo. Todos los días él trata de distraerse de su deseo, preocupándose de las truchas de un criadero recién instalado por su patrón. Las observa, paciente. Dice, por ejemplo: “Las truchas son animales delicados, y no aguantan vivir a más de trece grados de temperatura”, para luego agregar: “Así como son delicadas también son salvajes. Comen carne, incluso la propia.”

La contemplación de los peces hace recuerdo de la fragilidad y lo salvaje presente en toda relación humana, en toda familia. El protagonista cuenta de una vez que una de las truchas resultó herida y todas las demás se lanzaron contra ella: “El agua burbujeaba, hirviendo parecía, y la superficie se llenó del brillo metálico de navajas en pleito. Al minuto todo se había calmado. La gran familia nadaba otra vez a contrarreloj. No quedaba rastro de la trucha panza arriba.”

Lo humano y lo natural se encuentran siempre entrelazados, en diálogo, en estos cuentos. El protagonista no es capaz de resistir la tentación y su vida y el paisaje que lo rodea, las truchas incluídas, reaccionan de forma violenta: “Pero el ruido pasaba, el viento regresaba a los árboles, y la misma selva se hacía silencio, como aguantándose la carcajada”. Y también: “Las nubes subían la ladera otra vez, y el sol asomaba cada cuanto, iluminando el claro con una luz blanca que me hacía cerrar los ojos. Los abrí para verme las manos y no supe si temblaban ellas o temblaba yo o temblaba el mundo.”

En “Buceo” conocemos a Mati, el hermano de Henrik, de quien se dice que “tenía un corazón enorme.” Es este último el encargado de contar la historia del desbande de Mati (“Ya luego todo fue empeorando, pero en esos tiempos sus disparates todavía mostraban una especie de cariño descarrilado.”) y cómo todo termina en un accidente que impacta a toda su familia (“Fue extraño: por primera vez en mi vida los vi así, desde arriba, sus cuerpos torcidos por la angustia.”).

El tercer cuento trae a un animal como protagonista: Perla, una vaca que se cree perro y que es testigo de las transformaciones de la zona, con trabajadores que llevan el esfuerzo al límite haciendo uso de drogas para ver luego su trabajo arrebatado por las máquinas: “Trabajaban duro macheteando el día entero, animados con pastillas que repartía el capataz. Anfetaminas, eso les daba. Ya a la vuelta de la jornada venían con las pupilas enormes.” La injusticia lleva a la violencia y allí se ve también inmersa Perla, en una situación que deja en evidencia a los hombres como las verdaderas bestias.

Güisqui” sigue con los animales y vuelve a Mati, el hermano de Henrik, quien intenta dejar atrás su adicción al alcohol y trata de comportarse como un buen padre con su hija que lo visita algunos fines de semana. Güisqui es el perro de Mati y su desaparción logra que tiemble el frágil equilibrio sobre el que está construido su vida cotidiana.

La isla de Ubaldo” nos lleva a un futuro cercano, a la discusión de unos matones, afectados por las decisiones de Henrik. Un cuento que algo se desvía del tono general del conjunto, aportando una atmósfera ominosa y de corrupción.

Por último, “Terraza” y “Henrik” vuelven a este personaje alrededor del cual orbitan todos los demás relatos. En el primero, somos testigos de una conversación casual entre Henrik y su hijastro, mientras conducen rumbo a una terraza, nuevo proyecto de Henrik. El narrador comenta sobre su padrastro: “El amor, me dijo, el verdadero amor, solo se mira en la enfermedad.”

La colección cierra con Henrik otra vez en ojos de su hijastro. Solo que esta vez no hay conversación en el auto sino que un recuento de la caída en desgracia de Henrik. Desde el suicidio de su padre, del que nadie puede hablarle, sus malas decisiones en los negocios, su obsesión por los troll, muñequitos que colecciona para que protejan su hogar, o su desconfianza de las palabras. Comenta el narrador: “Y es que Henrik no le daba mayor importancia a las palabras (que son flacas y flojitas, decía él), sino a esas extrañas e invisibles pulsaciones que irradian los cuerpos, a los gestos y el candor en que se cifra la amistad, como explicaba con un destello en sus ojos, sosteniendo alguno de los cigarros que convidaba cuando no estaba mi madre.”

Rodrigo Fuentes ha construido, en Trucha panza arriba, una constelación llena de astucia y belleza. Con un lenguaje liviano que engaña mientras va descendiendo más y más profundo en el odio, la obsesión o el secreto, se levanta un mundo donde la fragilidad y lo salvaje se encuentran siempre en tensión.

Y “[e]ntonces empiezan los balazos.”

(Reseña publicada originalmente en Junio, 2017, en el periódico boliviano Página Siete)

 

Un eco de heridas y fogatas

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estemarImaginen la primera fila de un concierto de rock (o pop). Los saltos, los gritos, la histeria. Imaginen a esas fans que se tatúan las letras de sus canciones favoritas, que pasan horas en foros y redes sociales posteando fotos y comentarios, haciendo crecer ese grito. Ahora imaginen a unos seres que se alimentan de ese fanatismo, que circulan por recitales, que fingen ser humanas mientras conjuran ese delirio del que luego se alimentan.

Imagínenlo, sí, y ya tienen la nueva novela de Mariana Enríquez: Éste es el mar.

En ella, la autora argentina vuelve a uno de los temas de sus siempre geniales cuentos: el del amor fanático, ese capaz de devorar al objeto de su adoración, solo que aquí esa voracidad adquiere ribetes fantásticos.

La protagonista es Helena, alguien que se ve como una adolescente pero en realidad es parte del Enjambre, una entidad que se encarga de circular por recitales de música y potenciar el delirio (que llega incluso al suicidio) de los fans del grupo Fallen, también llamadas “angelinos”. Su misión es generar tal descontrol para así poder ascender al status de Luminosa, algo que le garantizará vivir frente al mar y convertir a un cantante de su elección en leyenda.

El comienzo de la novela atrapa: “Levantó la cabeza para buscar el olor a desesperación que necesitaba. Tenía que hacer un sacrificio. Jamás la verían si no se arriesgaba. ¿Desde cuándo era la mejor del Enjambre?”

Helena elige a su víctima. Una chica algo gordita a la que sus padres no la dejan tatuarse y que dibuja en sus brazos el logo de la banda con marcadores. La narración avanza: “Helena también era una fan pero no era humana. Eso lo sabía y no sabía mucho más porque la vida dentro del Enjambre era frenética y no había tiempo de saber ni de escuchar. Toda su especie vivía en perpetuo movimiento y nunca dormía, como los tiburones. Cada noche iban a gritar a algún show, generalmente en diferentes países.”

Helena logra ir al mar y compartir residencia con quienes hicieron leyendas de Elvis, Kurt Cobain, Sid Vicious o John Lennon. Y entonces empieza el trabajo serio. Como luminosa, Helena debe asegurarse de que James, el vocalista de Fallen se convierta también en estrella. Para ello comienza a trabajar como su asistente y busca diversas formas para contagiarlo. Así, nos enteramos de que: “Ella lo había pensado bastante y había decidido que convertirlo en adicto era aburrido; en cambio, el asma era sexy.”

Y es que las Luminosas deben encargarse de las muertes de antología, de los destinos terribles. Como se lee en la novela, un poco más adelante: “¿Qué hacía John Lennon caminando solo sin un guardaespaldas? ¿Por qué nadie había visto a Jim Morrison después de su muerte, por qué alguien tan famoso estaba en tanta soledad? ¿Por qué nadie había buscado a Kurt Cobain en su propia casa y quiénes eran esos amigos que habían entrado y salido los días anteriores, furtivos y misteriosos? ¿Cómo nadie se dio cuenta de que Brian Jones se ahogaba en la piscina? ¿Por qué nadie supo quién había matado a Nancy y, luego, quién le dio la heroína a Sid? ¿Por qué nadie había acompañado a Elvis la última noche si sabían lo frágil que estaba? Todas las muertes parecían fragmentos de un sueño olvidado, sin una explicación verdadera. Porque la explicación era la presencia de las Luminosas: ellas provocaban ese estado latente, intermedio, suspendido.”

Por culpa de Helena, James va empeorando cada vez más: apenas puede cantar, y sus fans se descontrolan (“A las chicas les encantaba. Era asombroso lo mucho que querían verlo enfermo o muerto, teniendo en cuenta que, se suponía, lo amaban por sobre todas las cosas.”). Y Helena sigue nutriéndose de esa fascinación: “Ese amor bestial le llenaba el cuerpo de fuerza. La banda se quejaba porque las chicas cada noche gritaban más y ya apenas se escuchaba la música. En cada noche de aullidos, Helena sentía que le ardían las puntas de los dedos y tenía miedo de tocar a alguien, se creía capaz de quemar.”

Mariana Enríquez, además de ser una escritora de ficción talentosísima, ha hecho también una importante carrera escribiendo de música para Radar. Incluso, en una entrevista con Leila Guerriero para la revista chilena Dossier, afirmó que ella, cuando escucha una canción perfecta, le parece mejor que cualquier novela. Aquí conviven esos dos mundos. Se unen en el grito y en la forma en que el amor puede acercarse también peligrosamente a la violencia. Solo que, en Este es el mar, la verdadera canción permanece escondida. Está ahí latiendo como un corazón delator, que vibra bajo la anécdota y las descripciones más banales de la gira de Fallen (que, a ratos, pueden parecer excesivas). Nosotros, como lectores, quedamos algo apartados de la figura del cantante; los guardaespaldas que lo rodean también nos impiden el paso. Pero cuando sí podemos acceder a él, cuando al fin nos acercamos a ese misterio, la canción resuena con una fuerza enorme, cambiando todo a su paso.

Y el momento es terrible. Hermoso. Perfecto.

Porque dentro de James se esconde una historia. Porque dentro de James hay un niño que enciende la radio y se aprende canciones de memoria, esperando que su madre regrese. Porque dentro de James hay otras alas y también otros terrores.

Éste es el mar es una novela rara que habla de gritos que nacen del deseo y no del miedo. Gritos que encienden a otros gritos. Gritos que que nunca se apagan. Como se lee en un momento: “…cuando las adolescentes gritan tanto y durante tanto tiempo, el sonido queda en el aire incluso después de que ellas volvieron a sus casas y a sus habitaciones, el aire vibra en una nota aguda, un eco de heridas y fogatas.”

La historia, si bien tiene un pie plantado bien firme en el terreno de lo fantástico, describe con maestría ese amor furioso de los fanáticos, esa colectividad invisible, y ese intento desgarrado de ir a refugiarse en canciones cuando las cosas pegan fuerte: “Donde encontraban un dolor, una rabia, un vacío, una oscuridad, una tiniebla, un horror, lo aliviaban con la imagen de James y cada noche alguien se iba a dormir besando los ojos de James en una foto y salvo otros fans nadie los entendía pero los fans amaban y sobrevivían y vivían más intensamente que la mayoría de los humanos, con excepción de los religiosos. Pero los religiosos solían ser infelices. Y los fans no.”

Mariana Enríquez, en ésta, su más reciente novela, vuelve a deslumbrar y a conmover. Es cierto que tarda un poco en revelar el corazón de su historia, esa canción del fin del verano que tiene el poder de cambiar la superficie de las cosas, pero, cuando lo hace, el mundo tiembla.

Y grita, sí, furioso.

(esta reseña fue publicada originalmente en Paniko en Junio, 2017)